domingo, 28 de noviembre de 2010

DE AUTOBUSES MATINALES DE NOVIEMBRE


8.15 El autobús inicia la protocolaria ruta prácticamente vacio. La chica del pelo violeta mira al hombre mayor de las gafas de sol sentado a su lado. El ejecutivo trajeado de gusto discutible habla por el móvil pausadamente, casi en voz baja. Las dos señoras cercadas de bolsas con verduras y pescado comentan la última desventura de una tercera señora que no se encuentra presente,y resulta inconfundible el deje de alegría por la desgracia ajena cuando una de ella recita mecánicamente y en repetidas ocasiones “pobrecita, ella”. La pareja de adolescentes sentados al fondo del autobús, linda ella y triste él, repasan una revista interesada Ella, desmotivado Él. A dos asientos de distancia, justo en la esquina del autobús, el anciano que escucha la radio y manosea la cartilla de su caja de ahorros los mira como quien observa un cuadro, con familiaridad y fascinación. La joven madre de la camiseta ajustada intenta imponer disciplina entre su prole. La atractiva joven que debe de rondar la treintena y que además es pelirroja lee absorta un cuaderno de notas sentada en los primeros asientos. El conductor, con unas ojeras que dan cansancio, cobra mecánicamente el billete.

8.30 Los adolescentes ríen copiosamente, siempre al fondo. El anciano que escucha la radio y que ya ha guardado su cartilla se traslada varias filas adelante. La chica del pelo violeta muerde su labio inferior y desciende su ceja izquierda, también violeta. El hombre de las gafas oscuras mira sin ser visto. La joven pelirroja de los primeros asientos, absorta en su cuaderno, no sabe que la miran. Mucho menos que la observan. La joven madre ha logrado sentar y mantener en silencio a sus tres cachorros que ahora se entretienen en pellizcarse mutuamente. Las dos señoras, que sin duda provienen del mercado para conseguir las mejores materias primas para sus respectivos maridos y la consecuente progenie, pasan revista al vecino de una de ellas “tan joven, tan guapo…y todo el día fumando porros” “¡que desgracia! Y lo qué estará sufriendo su madre” replica la señora que no es vecina del aludido. El ejecutivo de desconcertante atuendo increpa a gritos a su interlocutor del otro lado de la línea telefónica. El conductor piensa que aun a pesar de estar borracho conduce responsablemente.

8.55 El anciano deja de escuchar la radio y vuelve a sacar la cartilla de ahorros para abrirla y consultarla cuatro veces seguidas. La joven pelirroja desvía por un segundo la mirada de su garabateado cuaderno. El hombre de las gafas oscuras parece advertir una lágrima cerca de su labio superior, se enternece. La joven pelirroja descubre que la miran y le disgusta. Lanza de inmediato una mirada acusadora al hombre de las gafas negras que retira acto seguido su mano del muslo de la joven de la chica del pelo violeta. La chica del pelo violeta sabe que será el último día que vea al hombre de las gafas negras “ha estado bien acostarse varias veces con un hombre mayor” piensa. Deja en el aire un suspiro carente de nostalgia que tan solo oye el adolescente sentado al fondo. El ejecutivo, arreglado y desaliñado al mismo tiempo, saca una carpeta marrón y repasa ansiosamente decenas de folios. El conductor piensa en sus dos hijos al ver por el espejo retrovisor a los dos adolescentes sentados al fondo. Ellos, ajenos al control paternal del chofer, mitigan su cansancio cotidiano apoyando la frente de ella en el cuello de él. Él no cesa de mirar a la chica del pelo violeta, tan sencilla ella. Penúltima parada.

9.15  Al fondo hay sitio y la pareja de adolescentes adolecen de lascivia matutina, ella apasionadamente y él sin dejar de pensar en cómo abordar a la chica del pelo violeta, otro día por supuesto. El hombre de las gafas oscuras los mira sin ser visto mientras la chica del pelo violeta y mochila entre las piernas mira por la ventana al joven universitario que acaba de entrar al autobús. El joven universitario, tras pararse unos segundos en el centro del vehículo, se sienta al lado de la chica pelirroja de los primeros asientos. La chica pelirroja sonríe quedamente y toma su dedo meñique entre sus manos acariciándolo con ternura. El hombre mayor, que ha vuelto a poner en funcionamiento su radio, se percata que otra vez se ha saltado su parada. El conductor piensa en su mujer, sus hijos y su amante. Última parada. Varios caminos y un mismo destino para los ocupantes. “Tomaré una última copa antes de volver a casa” piensa el conductor mientras sonríe.

martes, 23 de noviembre de 2010

DE NUEVOS CAMINOS A CASA



Las nuevas rutinas me han brindado nuevos hábitos. No sé si mejores para el alma o para el cuerpo. Ignoro si a la larga esta inédita perspectiva de mí alrededor me proporcionará consuelo. El caso es que he descubierto cosas de mi mismo que hasta hace unos meses ignoraba, tal vez deliberadamente. He descubierto que me gusta asomarme al balcón y fantasear con las rutinas de la gente que espera, paciente, el autobús que impuntualmente se detiene en la puerta de casa. Que la verdura además de ser beneficiosa para mi maltratado organismo, siempre por decisión propia, es deliciosa y puede ser cocinada de infinidad de maneras. Que tanto el cariño como el desprecio se ocultan en los soportales de esta ciudad que después de casi veinticinco años no consigo hacer mía. Que aun a pesar de ser un completo desastre mucha gente me considera un modelo con lo cual he comprobado que mi disfraz es mejor de lo que imaginaba.
 He vuelto a leer mientras paseo, costumbre esta que tenía abandonada en el olvido desde hace un par de años, y además me he sorprendido ante el encanto que tiene hacerlo al anochecer. Leer bajo la luz de los semáforos, al amparo de las farolas titineantes de camino a casa, sin pararme excepto en los pasos de cebra (y solamente por una cuestión de básico civismo). Leer casi a oscuras es de veras leer para uno mismo. La gente se extraña, me mira perpleja. Las nuevas rutinas me han obligado a tomar nuevos caminos de vuelta a casa y en ellos descubro nuevas caras. Rostro vagamente familiares que pasarán a formar parte de mi estravagario personal. He descubierto que disfruto siendo excesivamente educado con los hostiles. Que una mano en el hombro, un apretón de manos pueden curar tanto como la mejor de las terapias. He confirmado el poder sanador de un abrazo que es dado o recibido sin pedirlo. Que las cicatrices también tienen su cometido. Que dormir no tiene que ser tan complicado aunque soñar se convierta en una hazaña tortuosa especialmente cuando recuerdo lo soñado. He confirmado que hay contadas personas que acompañarán mis pasos incondicionalmente aunque cualquier camino he de recorrerlo a solas. Me he aseverado en la trinchera de estar vivo aunque duela. Aunque no sobren las ganas. Aunque dude de cuánto tiempo más mi disfraz podrá sustentarse.

domingo, 21 de noviembre de 2010

De citas en la playa



Llegas tarde. Llevo más de media hora esperándote en la mitad exacta del paseo marítimo. Y durante los treinta minutos de espera me entretenido en divagar con tus imágenes, con mis imágenes de ti. He comenzado recordando la mañana perezosa de septiembre en la que te vi por primera vez. Relaciones laborales. Relación al fin y al cabo. Pensé que eras linda y tal vez dulce. Pensé que con seguridad causaste daño y  posiblemente también vistieron de caos tus rutinas. Pensé, aleatoriamente,  que odiabas ir de compras y te gustaba el color azul. El caso es que me fuiste dando imágenes de ti para poder componer mi rutina exploratoria. De mis dudas de ti. Fui averiguando que casi nunca tenias prisa pues nadie te espera en casa. Que aún te dueles de viejas fotos y te arrepientes de la sangre, metafóricamente hablando, derramada. Que efectivamente odias ir de compras. Como contrapunto me confirmaste que tu color favorito es el rosa. Recuerdo haber ido conociéndote poco a poco. En cada cita, siempre profesional, solíamos hablar de lo más intrascendente, nosotros mismos. Y yo fui amando poco a poco el trabajo, cambiaba continuamente los turnos para coincidir contigo y con mis imágenes de ti. Una vez me miraste con lástima cuando descubriste mi desamparo. Otras, las menos, pasaban los tres cuartos de hora de nuestra “relación laboral” casi sin cruzarnos una palabra, sin apenas mirarnos. Solo en esas ocasiones en las que el mundo nos azotaba lo suficiente para olvidarnos de nosotros mismos. Recuerdo que una vez acariciaste mi mano y otras te hablaba con los ojos  y te escuchaba. Fue así como he acabado en este paseo marítimo cada vez más superfluo y paradójico puesto que nadie pasea aquí.
Llevas más de tres cuartos de hora de retraso y sin embargo sigo esperándote, paciente. Durante este tiempo he pensado en lo que habría de decirte, en lo que habríamos de hacer para ser felices o intentar parecerlo. Después de este cigarro volveré a casa.
Ojalá hubiera recordado invitarte a esta cita en la playa.